Crecen impactos de los extractivismos informales e ilegales en Venezuela

La intensa crisis que estamos viviendo en el país no sólo se expresa en el colapso de la economía formal, sino que también está estimulando un extraordinario crecimiento de las economías informales e ilegales, que se van convirtiendo en los principales factores de dinamismo económico.

Aunque los medios de comunicación otorgan la principal atención a las diferentes formas de contrabando que se produce con los bienes de consumo básico (como alimentos y medicinas) y la gasolina, es importante destacar que fenómenos similares ocurren con los bienes comunes para la vida (agua, biomasa, biodiversidad, recursos mineros, recursos biológicos y genéticos, entre otros) y se está dando a lo largo y ancho del país.

En este crecimiento de las economías informales, el mayor impacto lo están generando formas de apropiación privada, con fines de lucro de grupos y actores particulares, en los cuales inciden en diverso grado redes de corrupción y/o grupos criminales, que extraen bienes comunes bajo lógicas que suelen ser muy depredadoras con los ecosistemas.

El caso más emblemático es el impresionante auge de la minería ilegal que se está registrando en distintos niveles en toda la región Guayana (primordialmente oro, diamantes y coltán) desde hace alrededor de una década, aunque también se ha producido al norte del río Orinoco (como ha sido por ejemplo el caso de la minería ilegal de oro en el sur del estado Carabobo, no muy lejos de la ciudad de Valencia).

Este tipo de minería alimenta redes de contrabando transfronterizo y ha crecido a tal punto que supera con creces las cuotas de extracción de la minería industrial venezolana, la cual se vino a pique hace varios años atrás debido a las malas gestiones del Estado y la crisis económica.

Pero no sólo eso: ha generado impactos en los tejidos sociales (en buena medida de los pueblos indígenas) y está configurando la emergencia y consolidación de soberanías locales que aparecen como gobiernos territoriales, sumamente violentos.

Otros casos a destacar son la extracción ilegal de madera, usada para su venta a nivel nacional y para la construcción de viviendas (siendo más intensa en el estado Zulia, en los llanos occidentales, en la región andina y en la región Guayana) y vinculada también a actividades como la ocupación de tierras y la minería ilegal; la apropiación y acaparamiento de fuentes y distribución de agua o el también llamado “bachaqueo de agua”, denunciado por comunidades en varias entidades del país, que sufren la reventa de este líquido preciado ante el terrible problema de acceso al mismo; el hurto y la apropiación ilícita de cultivos, que pone en situación de riesgo no sólo a la salud de los ecosistemas (por lo agresiva de estas apropiaciones) sino a la integridad física de los productores; la ocupación de tierras cultivables, con fines de reventa o para la instalación de viviendas; o el tráfico de especies (varias de ellas protegidas).

Adicionalmente, es conveniente destacar casos en los cuales estas formas de apropiación ilícita particular, no necesariamente hacen parte de redes estructuradas de mayor escala, sino que son mecanismos sociales de sobrevivencia o formas de gestionar la crisis económica, como sucede con la sobrepesca en la Laguna de Tacarigua (ver también aquí), en el estado Miranda, o la caza de animales no tradicionales para el alimento.

Sobre todo lo expuesto, hay tres factores preocupantes. Uno, es la masividad que va adquiriendo el fenómeno –que por su volumen debe ser considerado una expresión más del extractivismo–, lo que va socavando los ecosistemas y la productividad ecológica de los mismos, profundizando las preocupantes tendencias a la insostenibilidad socio-ambiental en el país. Esta situación se une a una serie de proyectos gubernamentales que buscan iniciar, relanzar y expandir diversos proyectos extractivistas (como lo es por ejemplo, el Arco Minero del Orinoco) como forma de “solucionar la crisis”.

El segundo factor es el nivel de precariedad de las instituciones ambientales del país, que ante la crisis prácticamente parecen abandonar este tipo de gestión en los territorios, dejándolos a la “buena de dios”. Esto se une a las lógicas de desregulación y flexibilización estatal que van prevaleciendo como forma de reimpulsar procesos de acumulación de capital y “levantar” la economía.

El tercer factor pone de relieve estas variadas formas de gobernanza sobre los bienes comunes y los territorios, en los cuales en varios casos se evidencia la hegemonía de la apropiación privada del más fuerte (o el mejor armado), dejando desprotegidos a numerosos actores locales y comunitarios que no operan bajo estas lógicas. Llama además la atención cómo muchos de estos grupos delincuenciales actúan en connivencia y articulación con sectores corruptos en el seno del Estado venezolano.

La situación planteada supone una serie de enormes desafíos para las poblaciones afectadas y en general para la institucionalidad del Estado. La recurrente idea de la militarización de las zonas conflictivas, requiere mayor problematización en la medida en la que, en la realidad, no suelen garantizar evitar la depredación ambiental y el despojo social de los bienes comunes naturales. Tampoco la formalización del extractivismo (empresas nacionales o corporaciones transnacionales) ha podido ofrecer mayores alternativas ante esto flagelos.

En todo caso, en este complejo debate merece también tomarse en cuenta el papel que los pobladores, comunidades y organizaciones sociales pueden jugar en la gestión de los bienes comunes para la vida e incluso la seguridad en sus territorios. Resaltamos ejemplos como la Seguridad Indígena de los indígenas yekwana del Caura contra el avance de la minería ilegal en la zona; el sistema popular de producción-distribución agrícola de la Fundación Pueblo a Pueblo; los diferentes proyectos territoriales de los indígenas wayuu del Socuy para resistir ante el posible avance de la minería de carbón en sus tierras; o las movilizaciones de las comunidades campesinas de La Azulita en defensa de los humedales (Mérida).

El debate no puede esquivar que el problema de fondo es el modelo civilizatorio y cómo los pueblos pueden enfrentar y recrear otras posibilidades que tributen a la vida.

Imagen: Vista de la reserva de Caparo en Barinas. Fuente: El Universal


Publicado el 28 de mayo de 2018

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