Venezuela en la encrucijada: breves consideraciones sobre la paz


Imagen de portada: Afp, Federico Parra

Los hechos de violencia suscitados en Caracas y otras ciudades de Venezuela la semana pasada, que dejaron un saldo de varias personas asesinadas y decenas de heridos, han suscitado diversas declaraciones, pronunciamientos, discusiones y llamados al diálogo en torno a la necesidad de buscar una salida pacífica a la profunda y prolongada crisis que sacude a Venezuela, planteamiento con el cual nos hacemos solidarios. Abundan lamentablemente los ejemplos de guerras civiles que han desgarrado a pueblos enteros en diversas latitudes. Entre los ocurridos después de 1945 podemos citar los de Siria, Yemen, Ucrania, Chechenia, Georgia, Yugoeslavia, Somalia, Sudán, Guatemala, El Salvador, Líbano, Angola, Vietnam, Camboya, Jordania, Irlanda del Norte, República Dominicana, Chipre, El Congo, y Corea, dejando una trágica secuela de sangre, dolor y destrucción. Nuestra propia historia del período republicano del siglo XIX testimonia los horrores y padecimientos a los que nos exponemos como sociedad cuando la violencia asume la iniciativa y el comando a la hora de dirimir controversias, tensiones y contradicciones.

Conviene sin embargo en esta penosa y peligrosa hora que nos tocado vivir, meditar y conversar sobre el carácter de esa tan necesaria paz. Nuestro pensamiento y nuestros sentimientos nos impulsan a señalar que no pueden ser la paz de los cementerios ni la paz del sometimiento forzado las que concentren nuestros esfuerzos de conciliación y apaciguamiento. Igualmente rechazamos una paz acordada sólo por las élites de privilegiados “emergentes” y “tradicionales”, al margen de las necesidades, anhelos y potencialidades de participación del vasto espectro social, cultural y regional que conforman las grandes mayorías de nuestra población. En ese sentido no deben repetirse los frustrantes ejemplos del Pacto de Punto Fijo suscrito a la caída de la dictadura perezjimenista y el Tratado de Coche que puso fin a la Guerra Federal. Tampoco ganaríamos gran cosa con acuerdos establecidos de manera exclusiva entre actores mayores y menores de la feroz disputa geopolítica regional y mundial. Nuestro papel y nuestro destino como comunidad nacional no debe ser decidido por las jerarquías y grupos de poder de los Estados Unidos, Rusia, China y la Unión Europea, ni tampoco las de Cuba, Turquía, Colombia o Brasil. Muy por el contrario, creemos que el esfuerzo en pro de la paz debe ser autónomo, democrático, diverso, dialógico, tolerante y plural.

Por otro lado, consideramos imprescindible y sin que ello implique ninguna distracción que nos aleje de nuestra realidad inmediata, abordar la lucha por garantizar un orden social pacífico y solidario en un contexto más amplio. A ello nos obliga nuestra insoslayable inserción en el ámbito planetario y los inusitados cambios y descalabros que estamos presenciando aquí y allá en el mundo. Somos parte de quienes consideran que los mismos apuntan a una crisis generalizada que nos sitúa al borde del abismo. En particular queremos poner de relieve la significación del desastre ecológico de aguas contaminadas y perturbación de la bóveda atmosférica que nos protege aquí, en la biósfera. Saberes ancestrales de oriente y occidente señalan al equilibrio celeste entre el agua y el fuego como base para el establecimiento de la paz en el plano cósmico. Vista así, la paz es entonces un acuerdo entre lo que asciende (el fuego) y lo que desciende (el agua), una armonía siempre delicada, en permanente estado de circulación energética. Precisamente por haberlo ignorado, por colocar pesadas fronteras mentales entre los seres humanos, los géneros, las generaciones, las sociedades, las culturas, los países y las especies, hemos perdido la oportunidad de comprender la importancia de la paz. Sin embargo, ahora es imposible ignorar la causa del desastre: el agua casi no se puede beber y el fuego amenaza, tras la sequía y el incendio, la exigua capa edáfica en la que se apoya la producción de alimentos y la trama biodiversa de la superficie. No podemos dejar de tener en cuenta que lo que pasa en el África subsahariana nos concierne tanto como lo que sucede en el Ártico. La Tierra, nuestro planeta, es por el momento el único espacio donde podemos realizarnos plenamente como especie y como constelación sociocultural.

El filósofo Spinoza dijo que la paz no era un estado de no guerra sino algo más hondo, más noble, y que ese algo dependía tanto del respeto al prójimo como de la profundidad de nuestros sentimientos para con la sacralidad de la vida. Hasta que no hagamos nuestra y cotidiana esa aseveración, el peligro y la muerte ocuparán el espacio de la paz y la alegría. Adán debía de haberse ocupado de cuidar el Paraíso y no lo hizo, así como Prometeo, ladrón del fuego de los dioses, o Fausto, socio de la maquinaria del demonio, pudieron medir las consecuencias de sus actos. Sus mitos cuentan hoy otra historia, la de nuestra discordia pero también la de nuestra libertad, duramente y parcialmente ganada a la enfermedad, el hambre, el frío y el terror impuesto. Lo que no significa que hayamos acabado con el terror y el frío de muchos, el hambre de millones y la enfermedad que con frecuencia cambia de máscara pero no de rostro.

Si queda algún camino ese es el de la paz doméstica que haga parte de la empresa de construcción de una harmonia mundi, como la que han soñado los más grandes espíritus que nuestra Humanidad ha conocido. Naturalmente que ello implica una reconversión energética, el desmantelamiento de las fábricas y laboratorios de odio y división, el fin de los viejos arquetipos del tirano y el guerrero justo, el cese del empeño en dominar a la Naturaleza. El héroe vuelve a ser hoy el sabio, que primero sabe que no sabe y, después, dispuesto a aprender, confiesa sus errores. Pero como esos errores son las guerras de todos, es preciso comenzar por la paz de cada uno. A corazón abierto debemos equilibrar agua y fuego, fuego y agua, para que la Creación entera no se extinga y, con justicia, podamos ser llamados, a nuestra vez, creadores. Si queremos que nuestro viaje sea largo, sin sucumbir al Armagedón termonuclear o al caos climático, tenemos que reconocer que la paz es el vehículo idóneo, la distancia más corta entre los opuestos. El fin que da lugar al verdadero principio ordenador del cielo.


Publicado el 13 de mayo de 2019

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