El lado oculto del petróleo y su papel en la emergencia de nuevas sensibilidades ecológicas

Imagen de portada: Post-Apocalyptic Oil Rig, por FBrueggen (DeviantArt)

Vivimos en una época difícil y peligrosa en la que una visión maniquea y groseramente materialista ha conducido a nuestro mundo a un punto crítico de océanos y bosques amenazados de muerte por un frenesí de acumulación, despilfarro y depredación, a la desaparición progresiva de especies que son fragmentos orgánicos y artísticos del ambiente que violentamente hacemos desaparecer. De manera individual y colectiva nos vemos forzados a escoger entre las opciones esenciales para salvarnos del desastre, para evitar que nuestra arca planetaria se convierta en un Titanic global. En este sentido y a propósito de la crisis estructural venezolana y la crisis civilizatoria contemporánea en la que aquella se inserta, avanzamos esta reflexión en torno al lugar y el papel del petróleo en los planos simbólico, psicosocial y ecológico de nuestra vidas.

Desde la segunda mitad del siglo XIX el patrón civilizatorio impuesto por occidente ha sido permeado por una dupla metafórica establecida fundamentalmente en un plano por el determinismo económico (liberal y marxista) y en el psicológico por el psicoanálisis freudiano. Esta doble metáfora tiene como asiento la representación rectora de la geología, quizás la más fundamental de las llamadas ciencias naturales ya que nos sostiene y hace rotar en torno a una ley de gravedad, Newton dixit, terrestre. En cierto modo las capas sociales y los estratos psíquicos son representaciones antropomórficas surgidas de la contemplación del entorno. Herbert Marcuse, y aún más Lévi-Strauss, piensa teniendo como base esa duplicidad que tiene una cara cuyo nombre es social y otra individual. El ser humano, que es parte integral de la Naturaleza, la expresa y modifica. La geología como ciencia, aunque anterior al determinismo economicista formulado en el siglo XIX, es paralela a éste en relación con la explotación del carbón, la hulla y el primer momento de la Revolución Industrial. A Goethe, quien no sólo fue poeta sino también inspector de minas, no se le escapó la idea del inconsciente y su relación con el subsuelo. Herder habló del “espíritu del lugar” y, varios siglos después, Karl Gustav Jung lleva más allá la cadena analógica con su concepto de inconsciente colectivo.

Tomando lo anteriormente expresado como punto de partida, podríamos hablar también en término analógicos del petróleo como el inconsciente de colectivo de la Madre Tierra. En el mismo orden de ideas los derivados petroleros aparecen como elaboraciones de nuestra psique proyectadas hacia afuera en las máquinas y artefactos que funcionan por medio de esa fuente energética. Vistas así las cosas, la relación de semejanza no luce tan fantástica en la medida en que tomamos en cuenta tanto las implicaciones éticas de nuestro comportamiento como sus consecuencias ecológicas en el universo que nos circunda. Necesitamos para ello centrar el pensamiento de manera profunda y responsable, avanzar en una meditación antropológica que nos acerque a la utopía entendida como proyecto movilizador, en la posibilidad de un futuro mejor o incluso de un futuro a secas. Haciendo más caso a Jung que a Freud, nos topamos con que “muchas de nuestras modernas enfermedades son los dioses muertos del pasado” quienes son ahora los peligrosos fantasmas de nuestro inconsciente refinado sin veneración, exaltado en una prolongada sucesión de ventosidades bélicas y apocalípticas de la que, en grados diversos, productores y consumidores de petróleo somos responsables. Dicho de otra manera, lo que insinuamos es que el problema de la energía vuelve a ser medular como hecho de trascendencia. El drama ecológico actual es un llamado de atención del inconsciente, detrás del cual el infierno, más que azufre y fuego, emana contaminación y smog, que no son más que derivaciones del petróleo, una sustancia que a fin de cuentas es una mera resonancia del período carbonífero con sus sangres, savias y huesos de millones de organismos animales y vegetales macerados en la piedra de los siglos. Freud no soslayó el inconsciente pero al capitalizar casi de manera exclusiva el placer físico, contribuyó sin saberlo al fomento del hedonismo en el modo de vida dominante globalmente del presente, enfrentado cada vez más a la explotación irracional de lo “irracional”.

El petróleo y el inconsciente se tocan en el zigzagueo de nuestro movimiento. Son inversamente proporcionales y, medidas sus potencias y consecuencias, podrían ayudarnos a sobrevivir. Podrían prevenir la catástrofe de un planeta que ha sido devastado por la estupidez ilimitada que no considerara como corresponde lo irreparable, el feedback geológico de la Tierra, esfera sideral azul estampada de ocres y verdes. Esto no supone un retroceso o una crítica superficial del progreso, pero vale aquí considerar tipologías societales como la que propuso Levi-Strauss al hablar de sociedades frías (las indígenas) y calientes (las occidentales) en un intento de renovar la manera como concebimos la manera de utilizar la energía que nos anima, una propuesta intermedia y una actitud ética para la vida que puede ser, si queremos, un nuevo modo de reverenciar la Naturaleza. Un modo de aproximarnos al mundo inconsciente no ya con un propósito extractivo sino con el fin de servirlo, aprehendiendo su oscuro mensaje.

La energía solar requerirá otras cosmovisiones. Tal vez pasemos a una era puramente espacial en la que el espíritu humano circulará libre y a voluntad. Entonces, si ese momento llegara a presentarse, el inconsciente descansaría más tranquilo y el petróleo no provocaría gran parte de la crisis que actualmente vivimos, la ansiedad, el consumismo y la constante insatisfacción. En cierto modo hay algo demoníaco en el petróleo, quizás el fantasma de un sol pretérito que en el pasado se encendió hasta consumir toda una era geológica.

Jean Giono decía “nuestros más grandes males proceden de creer que caminamos sobre un mar muerto”. Si bien no es del todo cierto eso, vivimos de la muerte de grandes animales (y vegetales también) del pasado, presentes mediante una simetría cíclica en los mastodontes contemporáneos de guerra y muerte que se fabrican por miedo a la guerra y a la muerte. Presentes también en gigantescos aviones, barcos y tanques mortíferamente feroces. En nuestra vida cotidiana también vivimos del pasado, en una suerte de enciclopedismo periodístico que aumenta la conciencia de nuestra fragilidad. El modo de vida dominante transcurre cortando el inconsciente de parte a parte, robando mitos, saqueando a otras culturas o sus periferias de su humus cultural, de su delicada diferencia. Pero ese curioso ritual antropofágico se lleva a cabo contra la totalidad de la Tierra, y nace posiblemente del “pecado original”, causa de un paraíso situado más allá de nuestro mundo y con posterioridad a la muerte. Se incuba después en la idea de un Satanás oscuro. Reaparece en medio de las tentaciones de San Antonio en el desierto (donde por cierto hay mucho petróleo). Esto se traslada más tarde a los pueblos no blancos. Las colonias deben exprimirse y torturarse porque en ellas supuestamente habitan seres horribles. Nunca, ni aún en los feroces días del Imperio Romano, la agresividad fue tal, el exterminio y la soberbia etnocéntrica tan grandes.

Occidente, que se creía la razón y consciencia del mundo, decidió la explotación de lo que tenía por sus márgenes “irracionales” e “inconscientes”. Ahora las olas se repliegan, los modelos se desvanecen. Otras culturas y pueblos salen a la palestra y, si prestan atención al drama, pueden reparar de algún modo el mal hecho hasta el momento. El cuidado del suelo y del subsuelo es el cuidado de nuestro propio cuerpo, ya que la dualidad que separaría a ambos es una ilusión de la llamada modernidad. Esto aplica a cualquier otro tipo de dualidad, desde la económica hasta la metafísica. Pensar en la posibilidad de otra tierra y otro planeta para emigrar y habitar es, al menos por ahora, un vano espejismo, fuente de inspiración para una literatura y una cinematografía que extrapolan realidades actuales y las trasladan acríticamente en el tiempo y en el espacio.

La solución es en el aquí y en el ahora, global, de articulación diversa entre los polos, planetaria. Así como numéricamente se comienza a contar por el uno y no por el cuatro o por el siete (el uno, obviamente debería ser la Tierra), así deberíamos pensar primero en la unidad y luego en las partes. Primero en las consecuencias de la explotación indiscriminada y luego en la explotación misma. Detalle por otra parte significativo: acumulación sola (léase capitalismo) y socialismo (entendamos por ello reparto) han fracasado estrepitosamente como variantes de una misma matriz civilizatoria que se ubica ya al borde del colapso. En el espejo social en que todos nos miramos el petróleo es en realidad el azogue de ese espejo: la alternativa, nuevos espejos, espejos dobles occidental-oriental, norte-sur o un nuevo respeto por lo ”oscuro”, tan profundo que nazcan de ello nuevos referentes éticos.

La gran crisis civilizatoria que nos arropa es fundamentalmente espiritual. Tiene que ver con la destrucción de otras tradiciones por parte de occidente, es haberse erguido dueño de un engreimiento fáustico cuya consecuencia a la postre es una soberana y suicida estupidez. Si, como apuntó el escritor argentino Ernesto Sábato, el drama se inicia en el Renacimiento, entonces el propio occidente debería volver a algunas de las figuras relevantes de ese período de la historia europea como Giordano Bruno o Leonardo Da Vinci, y extraer de allí las raíces de un nuevo humanismo no ya etnocéntrico sino geocéntrico, ecocéntrico: primero la vida y después nosotros, no al revés. Debería ponerlo a dialogar horizontalmente con otras miradas y cosmovisiones. En realidad ese humanismo ya existe como duda, como posibilidad encarnada en el otro. Porque ahora sabemos que, a pesar de los resabios racistas de ciertos informes científicos brotados tardíamente en el mundo anglosajón, que el ser humano es una especie más entre las otras y que las diferencias no son más que distintas ramas del mismo árbol. La savia de ese árbol, en lo geológico, ¿No será el petróleo?; vale recordar aquí que para el pueblo warao del Delta del Orinoco el petróleo es la sangre de la Tierra. ¿No seremos realmente inconscientes de esa savia o de esa sangre que nos une y que, cubierta por una máscara múltiple, en realidad constituye nuestro verdadero rostro? Si el árbol se seca las ramas mueren. Si la Tierra, maravilloso árbol esférico, muere, también moriremos nosotros.

Hubo culturas, como la azteca por ejemplo, que creyeron en la necesidad del sacrificio humano para que no se agotara la energía del universo. El corazón de las víctimas (los colonizados, los prisioneros de las guerras floridas) era ofrendado al sol para que éste no detuviera su marca. A los conquistadores españoles ese rito les pareció no solamente absurdo, sino también abominable (aunque seguramente no pensaban lo mismo de la inquisición). Tal vez en un futuro no muy lejano, también el sacrificio del petróleo (sangre de la Tierra) nos parezca terrible e innecesario (de hecho, en un plano físico y geológico, ya podemos constatar la ocurrencia de fenómenos indeseados como el hundimiento que afecta a la costa oriental del Lago de Maracaibo, los terremotos causados por la bárbara práctica del fracking, así como también las anegamientos por petróleo que afectan a extensas regiones de selvas, sabanas y otros ecosistemas, aniquilando a centenares de miles de seres vivos. Entonces la iluminación, la comprensión será total o por lo menos mucho más orgánica. El inconsciente, al que se considera irresponsable, al que se teme, irá cediendo poco a poco su agresividad por los efectos de nuestro respeto. En algún momento utilizamos el término utopía. No ha sido casual: las únicas formas de pensamiento embrionario destinadas a crecer y encarnarse, aunque no sea más que como dinamos sociales, son las utopías.

Ahora bien, de ninguna manera el ideal puedes ser la explotación sádica, el basurero terrestre, el abandono higiénico de las ciudades que nos contienen a muchos millones o la indiferencia. Los que miran solamente los pozos de petróleo están condenados a ensuciar sus sueños y los que contemplan únicamente el inconsciente, están paralizados por su inagotable abismo. Habría, en lo psicológico, y después en lo económico, en la cabeza y después en el estómago, una formidable instancia salvadora, curativa, cicatrizadora: un viaje de regreso por lo ecológico y el verdadero amor a la tierra, hacia sus hijos, los seres terrestres y, entre ellos, nosotros. De allí otra vez a lo heliocéntrico cuando alcancemos la luz del sol calentando nuestras baterías, dorando nuestras acciones el círculo que disuelve a los opresores y los oprimidos en la cooperación y el abrazo fraterno, sin miedos.

El miedo, al que hemos apelado en esta nota, está situado como una advertencia entre el inconsciente, el petróleo, la Tierra y nosotros. Revela una esquizofrenia cósmica que tendremos que considerar si queremos sobrevivir como especie. Los antiguos hebreos, las antiguos hindúes y los griegos que se asumían como racionales, sabían que parte del producto de la Tierra pertenece a la Tierra misma, a la Pacha Mama como dicen las culturas del altiplano (a los dioses que la alimentan). Esa fue y ha sido una conciencia sincrónica que impide alejarse demasiado del solsticio y de sus pazos de danza en los hogares.

Recientes y extraordinarios descubrimientos científicos en distintas partes del mundo vienen a corroborar intuiciones y revelaciones antiquísima. Citemos como ejemplo el de de la vida consciente de las plantas, sus sensibilidades a las vibraciones de los humanos y sus lenguajes. Eso parecería indicar que, tal vez, tanto el petróleo como el inconsciente cumplen su función así como están y donde están. Nos queda pues una última y a la vez primera esperanza: interrogarnos sobre nuestra misión en el universo, y desear que ella sea la mejor para todos, nosotros, los demás seres vivos, la Tierra e incluso para el universo mismo.


Publicado el 3 de mayo de 2019

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