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Foto de Adrien Olichon en Unsplash
En el siguiente texto se reflexiona sobre la importancia de abordar el debate sobre la idea de naturaleza en el marco de la crisis ecológica global. Se argumenta en contra del dualismo naturaleza-cultura y se reivindica la defensa de la naturaleza silvestre en asociación con propósitos de transformación social emancipadora.
La ocurrencia de la pandemia del Covid-19, conjuntamente con los crecientes y preocupantes signos de descalabro ecológico global, nos interpelan sobre la necesidad de reflexionar y actuar en consecuencia sobre la idea o las ideas de naturaleza que existen y han existido en las diferentes sociedades, en particular las que subyacen en el pensamiento hegemónico del presente y condicionan las relaciones que se han establecido en nuestros modos dominantes de cohabitación ecosocial.
Los graves riesgos relativos a las posibilidades de supervivencia que nos acechan invitan a pensar y debatir sobre lo que podemos, debemos y no debemos hacer con la naturaleza. Esto es ya parte de discusión en escenarios políticos y desde hace más tiempo en circunstancias del día a día, así como en la esfera del activismo y el medio académico. En mayor o menor grado es objeto del interés de estudiosos y analistas de múltiples situaciones y dinámicas de orden social, político, económico y cultural.
Ver también: El dualismo naturaleza-sociedad en tiempos de pandemia
Comenzaremos por precisar algunas cosas relativas al término “naturaleza”, el cual no evoca propiamente un concepto sino una idea. Un concepto está definido por un cierto número de propiedades que hacen posible agrupar a todos los individuos, cosas, fenómenos, etc. que satisfacen o poseen esas propiedades. En consecuencia, lo propio de un concepto es ponernos inmediatamente en relación con individuos o entidades concretas. Así, por ejemplo, el concepto de planta, de mesa, de río o de nube. Por su parte, las ideas carecen de esa capacidad de presentación, no nos muestran de entrada las cosas a las que refieren.
Estos son arreglos de conceptos a través de los cuales organizamos nuestras representaciones. Las ideas constituyen así reglas para el pensamiento. A diferencia de los conceptos, no son inmediatamente universales, aunque puedan llegar a serlo; son uno con las culturas que les dieron origen. En este sentido, la idea de naturaleza es ejemplar. A diferencia de los conceptos de laguna, árbol, flor, roca o nube, la idea de naturaleza no nos lleva a la presencia de ninguna realidad individual. Ciertamente, la distinción entre concepto e idea no excluye posibilidades intermedias.
La palabra naturaleza transluce mucho sobre sus posibles acepciones (entendamos aquí que hay y ha habido una construcción sistemática de las lenguas en el marco de una rica diversidad). La noción de “naturaleza” y su historia crítica nos parece referirse previamente al ámbito de las representaciones cognitivas y sociales, ciertamente singulares, antes de constituir, completamente o parcialmente, una realidad cuyos contornos estarían precisamente circunscritos. Es más, podríamos establecer, siguiendo a otros, que en última instancia solo existe un acceso epistémico cultural a la naturaleza que necesariamente modifica esta idea. El concepto de “naturaleza” es extraordinariamente tortuoso, lábil y esquivo en la medida en que se nos presenta tanto como un espectro interpretativo del término, es decir, como una sombra tenue, desde un punto de vista ontológico, como en un posible espectro interpretativo del término, una semántica compleja y saturada, como un operador conceptual fundamentalmente problemático (Collinwood, 1960; Evernden, 1992; Kwiatkoska, 2002; Tancredi, 2007). Conviene aquí citar algunos de los sentidos que en determinadas visiones y disciplinas se le asignan tales como “ambiente”, “biosfera”, “ecosistema”, “biodiversidad”, “recursos naturales”,” Gaia”, “Pachamama”, “Reino Salvaje”, entre otros del universo de léxicos y posibles sinónimos que no nos remiten directamente a un objeto real, sino que aparecen en la heterogeneidad de sus concepciones, usos y referencias como aquello que puede designar una idea. Señalemos aquí que en el caso particular de América Latina, bajo la óptica de los imaginarios extractivistas y las teorías del desarrollo, ha privado la idea de naturaleza como una especie de almacén o canasta de recursos, aunque enfrentando otras ideas de naturaleza que de alguna manera se le han resistido en una controversia desigual (Acosta y Martínez, 2009; Gudynas, 1999).
Ahora bien, ¿a qué nos referimos cabalmente cuando hablamos de esta idea de naturaleza, que tiene una pluralidad de significados? A nuestro juicio, es necesario tener en cuenta tres de las principales concepciones de naturaleza: naturaleza integral o total, naturaleza normalidad y naturaleza como otredad. En el primer sentido, naturaleza designa la totalidad del mundo o todos los fenómenos observables. En el segundo, el estado natural califica la organización y el funcionamiento normal de las cosas. En el tercero, finalmente, se define la naturaleza como el dominio de la realidad independiente del ser humano (Maris, 2019). Es esta naturaleza-otredad, aquello que el humano no ha creado, lo que constituye, precisamente, la parte en estado “silvestre”. A quienes quieren proteger la naturaleza a veces se les dice que los humanos son parte de la naturaleza y que, por lo tanto, lo que hacen los humanos es necesariamente natural. En consecuencia, no tendría sentido querer defender la naturaleza contra sí misma; peor aún, un proyecto así sería una contradicción en los términos, un oxímoron.
Al enfatizar la diferencia entre naturaleza-otredad y naturaleza-totalidad, entendemos que no hay inconsistencia en querer preservar la naturaleza-otredad y que, hacerlo, es necesariamente proteger algo cosa de influencia humana.
En nuestra lengua naturaleza deriva del término latino natura, derivado a su vez del verbo nasci que significa “nacer”. De esta manera podemos entender lo natural como lo que se mantiene y se transforma sin intervención del ser humano. Por consiguiente, la naturaleza vendría a ser en esta perspectiva el conjunto de todo lo que es natural. De forma semejante, la naturaleza de cualquier cosa es su esencia, vale decir, el conglomerado de sus atributos y cualidades originales que le son inherentes. De modo que, cuando nos referimos a la naturaleza entendida como el orbe natural, hablamos sobre la base de la idea de que se trata de una dimensión íntima y real del mundo y el cosmos. Es decir, una configuración que se originó con el mundo y el cosmos. Un orden que es anterior al creado por la humanidad que, a su vez, por cierto, proviene de la naturaleza, pero en virtud de sus particularidades socioculturales puede tomar alguna distancia con respecto a ella sin desconectarse del todo. Aun perteneciendo al mundo natural, el de los animales y más específicamente el de los primates, el ser humano que actúa de acuerdo al patrón hegemónico global de sociedad actual, participa sin quererlo o saberlo, por tanto, en parte de una exterioridad respecto de la naturaleza. Al reducir la naturaleza únicamente al movimiento físico, la ciencia moderna y sus derivaciones tecnológicas, han hecho a su vez progresivamente ajeno al humano con respecto a la naturaleza. Es sobre todo esta idea de progreso la que modificará profundamente la percepción de la naturaleza desde el siglo XIX en un mundo cada vez más configurado bajo el influjo de occidente. La naturaleza se convierte así principalmente en objeto de la intervención humana a través de la tecnología con miras a domesticarla, controlarla y explotarla.
La orientación de la acción humana según el fin, la irreversibilidad del tiempo de esa misma acción, tendiente al “progreso” (la idea actual de progreso mantiene todavía algo del sentido mesiánico que se le atribuyo en el siglo XX, pero tiene esencialmente un contenido técnico), se oponen de hecho al destierro de la naturaleza de cualquier tipo de finalidad. Habiéndose vuelto cada vez más ajena a la esfera de las actividades humanas, la naturaleza aparece en última instancia y en esas condiciones como la simple proveedora de los medios necesarios para alcanzar los fines humanos. No es más que una especie de escenario destinado a acoger el único espectáculo valorado, la historia de la humanidad. Sin embargo, esto olvida los vínculos estrechos que unen a la humanidad con otras especies dentro de la biosfera. Vale aquí la afirmación de la imposibilidad de pensar la humanidad fuera de esta red de interdependencias que constituye la biosfera.
Los pocos seres humanos que pudieran escapar de la biosfera para realizar un viaje interestelar (a la manera de ciertas novelas y films de ciencia ficción, o como lo han planteado poderosos miembros de la élite económica transnacional como Elon Musk) deberían llevarse consigo una parte de ella. No pueden almacenar las provisiones y alimentos necesarios y deben contar con un ecosistema cerrado para reciclar sus nutrimentos, ¿es concebible entonces la humanidad fuera de los vínculos que la unen al resto de la trama de vida existente en la Tierra?
La naturaleza no la tiene fácil en esta época de Antropoceno. Muchas veces, las humanidades y las ciencias sociales han decretado su muerte. Sin embargo, sigue habitando las páginas de numerosas obras, colándose incluso en los títulos de aquellos que nos instan a desdeñarla. En la década de los sesenta del siglo XX ciertas vanguardias intelectuales insistían en deshacernos de ella. Esas ideas supuestamente “muertas” siguen acompañándonos. En el ámbito de la reflexión sobre la crisis ecológica actual, más concretamente, ¿deberíamos, como nos invitan a hacer ciertos autores, a vivir sin la naturaleza en el Antropoceno? (Bonneuil y Fressoz, 2016; Rafnssoe; 2016). Somos partidarios de lo contrario de esta tesis. En el tiempo en que anunciamos la entrada de la Tierra en la era de la humanidad, se necesita con mayor ahínco la defensa de la naturaleza no intervenida o ligeramente intervenida por las sociedades humanas.
Es verdad que esta postura que asumimos tiene sus riesgos políticos y filosóficos, porque ha habido pensamientos con sólidas razones para querer prescindir de la idea de naturaleza. Por un lado, la crítica a la naturaleza, pensada como un dominio de la realidad objetiva preexistente a la investigación, permitió cuestionar el modelo de pericia para pensar la conexión entre ciencia y política. Por otra parte, las críticas “constructivistas” se han mostrado fructíferas a la hora de identificar las lógicas de dominación que tenían como soporte la naturaleza. ¿Cómo podemos entonces reconectarnos con una concepción clásica de la naturaleza sin renunciar a los logros emancipadores del pensamiento social constructivista? ¿Cómo podemos rehabilitar la naturaleza mientras nos negamos a reactivar cualquier forma de cientificismo o moralismo?
Al abordar este asunto no podemos ignorar que marchamos con paso basculante por un sendero bordeado por dos despeñaderos: por un lado, un realismo ingenuo que persiste en creer que el mundo es una realidad que existe independientemente de nosotros, y que los científicos, desinteresados, no desvelan algunas verdades eternas que la naturaleza nos oculta. Por el otro, un naturalismo moral retrógrado, que a través del oportunismo convoca a la naturaleza y al orden de las cosas para definir la forma correcta de vivir.
Sin embargo, las dificultades teóricas que plantea la idea de naturaleza, así como sus abusos políticos, no deben justificar su abandono, so pena de privarse de un apoyo imprescindible para pensar las cuestiones ecológicas de la actualidad. Este planteamiento puede fundamentarse en varios procedimientos discursivos. Por un lado, someter a una mirada crítica la argumentación empleada para desentenderse de la idea de naturaleza. Por otro lado, hacer referencia a las consecuencias perceptibles de las elaboraciones teóricas sobre el fin de la naturaleza llevadas a cabo en el pensamiento económico, la ciencia, las políticas ambientales y en lo expresado por no pocos partidarios de la noción de Antropoceno. A esto hay que agregar la tarea de reactivar, rehacer y actualizar el pensamiento crítico, recuperando una porción de sus reglas y preceptos relativos a la naturaleza.
El deseo de defender la naturaleza no exige que los humanos nos ajustemos a ningún orden natural. En realidad, se trata de defender una posición casi simétrica, que permita a la naturaleza no necesariamente doblegarse a la voluntad humana. Desde este punto de vista, si coincidimos en que la aspiración profunda de todo proyecto crítico es romper relaciones de dominación, la defensa de la naturaleza-otredad no es otra cosa que un proyecto crítico que pretende sustraer una parte de naturaleza de una lógica de dominio.
Las ideas sobre el fin de la naturaleza abundan actualmente en todas las ciencias ambientales, desde la sociología hasta la economía, pasando por la biología de la conservación. En muchos lugares se ha escuchado ya el llamado a pensar más allá del dualismo entre naturaleza y cultura, llevado principalmente (Bookchin, 1989; Latour, 2004; Reygadas, 2019). También sería efectivamente transmitido durante los últimos diez años por los defensores del Antropoceno, para quienes el término confirmaría precisamente la desaparición de la naturaleza otredad. La idea del Antropoceno es como una profecía autocumplida: al anunciar demasiado la avasallante ubicuidad humana en el planeta, acabamos olvidando la existencia de espacios actualmente modificados muy marginalmente por él y, por tanto, acelerando su desaparición. Los pensadores del Antropoceno básicamente están describiendo un mundo hecho a su medida, un mundo que ahora sería completamente moldeable por los humanos. En este nuevo pensamiento, la naturaleza se deshace y es integrada a sus corpus por la economía, la tecnología y la administración.
En el primer caso, la economía diluye a la naturaleza en su seno con el incremento de la racionalidad económica y los instrumentos de conservación modelados por el mercado. En el segundo, la incorporación de sus componentes opera sobre la base de la crecientemente borrosa distinción entre naturaleza y artificialidad. En el tercero, la administración burocrática absorbe a la naturaleza por la vía de la gran acumulación multiescalar de información sistematizada sobre los sistemas ambientales.
Superar la gran división entre el humano y la naturaleza no supone necesariamente un doble beneficio para la ciencia y para la política. Si bien esto debería permitirnos escapar de la incapacitante alternativa entre la naturalización de las culturas y la aculturación de la naturaleza y autorizar finalmente el examen perspicaz de la creación científica y de las decisiones políticas, principalmente, conduce a colocar estos procesos de manera organizada. Bajo el control de un único modelo, el de las ciencias del sistema Tierra. En contraste con la democratización de las políticas ambientales, el propósito de acabar con la naturaleza y la sociedad abriría en última instancia un proyecto de gestión global del planeta y de quienes lo habitan” (ya presente por ejemplo en los autores de “Los Límites del Crecimiento” (Meadows y Meadows, 1972).
Es cierto que, en el siglo pasado, por preocupación antropocéntrica, surgieron fuertes críticas que denunciaron al mundo industrial y consumista que devoraba al planeta, así como a grandes contingentes de seres humanos. Al revalorizar esta dimensión crítica del pensamiento de la protección de la naturaleza, podemos avizorar un camino donde se podrían forjar nuevas alianzas entre la crítica social del consumismo y el productivismo, y la defensa de la parte silvestre o salvaje del mundo. Es precisamente esto lo que ya están marcando diversos pensamientos y luchas contemporáneas.
Esto se distingue de una adhesión ingenua a una concepción idealizada de la naturaleza, manteniendo al mismo tiempo que es políticamente útil tener una definición común para designar y defender una parte del mundo que está desapareciendo. Este posicionamiento tiene el mérito innegable de poner en duda la idea de que el antinaturalismo sigue siendo el punto de encuentro más fructífero entre la crítica social y el pensamiento ambiental. Por el contrario, sugiere que reintroducir la cuestión de la naturaleza en la ecología política y la ecología social no conduce necesariamente a alejarse de las cuestiones de justicia social, sino que, por el contrario, puede revelar puntos de apoyo comunes que permitan oponerse a la degradación conjunta de ciertos ecosistemas y seres vivos y condiciones de trabajo de determinadas poblaciones humanas. En este nivel estratégico, podemos, sin embargo, preguntarnos si la reactivación de una fuerte concepción de la naturaleza silvestre, definida principalmente por su exterioridad en relación con el mundo humano, indica por sí sola el lugar de tal encuentro.
En este sentido, sin duda resultarían complementarios los trabajos destinados a resaltar cómo este pensamiento de lo silvestre es capaz de transformar la manera en que miramos los espacios naturales habitados por el ser humano. Estamos a favor de una intervención a favor de la naturaleza silvestre que pretende sobre todo cambiar un debate que, al sustituir la reflexión sobre la protección de los espacios naturales por la de nuestras relaciones con los no humanos, acaba hablando solo de los humanos. Beneficioso en muchos aspectos, este descentramiento no puede por sí solo responder a la grave crisis ecológica contemporánea. Más bien, reabre claramente un proyecto teórico y político que ha luchado durante décadas por construirse sobre los escombros del dualismo moderno: el que pretende asociar la defensa de la diversidad de las formas de vida terrestres con proyectos de transformación y emancipación social, al tiempo que se niega a aceptar que uno de estos dos objetivos pueda surgir necesariamente del otro. La defensa de la naturaleza salvaje a la que nos sumamos no significa desconocer lo que de específico y valioso tiene la existencia de la esfera sociocultural con sus creaciones materiales e inmateriales. Implica más bien reorientar la creación humana y su carácter particular hacia la coevolución con la naturaleza.
Referencias bibliográficas
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Luis Reygadas 2019. Crítica del dualismo crítico. El retorno de los enfoques esencialistas en el análisis de la cultura. Sociológica vol.34 número 96, Ciudad de México. https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0187-01732019000100073
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