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La transición energética, como se ha planteado desde las COP, los organismos multilaterales y las corporaciones es colonial[1] y resulta en eufemismo de la expansión energética. En realidad, no se están reduciendo las emisiones de carbono, no se plantea el cambio de patrones culturales de consumo energéticos de los llamados países “desarrollados”. En su lugar, hay una ampliación de las fronteras extractivistas y diversificación de los commodities de apalancamiento energético, en donde el cambio de paradigma de materias paradigmáticas plantea no el abandono de las energías anteriores (fósiles), sino la expansión territorial del despojo a comunidades y territorios, lógica colonial que marca la historia de las desigualdades globales y el extractivismo depredador.
Tan sólo para el año 2022 los gobiernos del mundo colocaron 900 billones de euros, el doble que en 2021, en subsidios a los combustibles fósiles, registrando una cifra record en la historia[2]. A la par, las nuevas tecnologías y alternativas energéticas plantean la ampliación de las fronteras de extracción, al necesitar del litio, el hidrógeno verde, y la explotación “intensiva” de materiales para las energías eólicas, entre otras, que establecen o resignifican zonas de sacrificio en los sures geopolíticos[3], sin que signifiquen el cese de la explotación y dependencia de los combustibles fósiles y dejando intactas las relaciones de dominación colonial sobre Latinoamérica[4].
Es precisamente esta acción “intensiva” expansiva, la que se traduce en escalas inmanejables de impactos ecoterritoriales. Se van sustituyendo los espacios de la agricultura familiar, transformándose los usos de la tierra para biocumbustibles, el agronegocio y ganadería a gran escala o grandes extensiones de parques eólicos y solares que cambian el uso de la tierra de millones de campesinas en el mundo. Se van inventando mecanismos de captura de los estados y comunidades a través de la voluntad de estos actores a participar de lo que se maquilla de verde como “transición” (los mercados voluntarios de carbono, por ejemplo, con sus mecanismos de compensaciones).
Todo ello posterga las acciones preventivas y estructurales que son sustituidas por la geopolítica de la rapiña sobre los fondos verdes globales. La nueva racionalidad impuesta del carbono contribuye a la mercantilización del colapso, de las crisis, por parte de los estados y corporaciones. Al final ganan los grandes contaminadores de siempre que se aprovechan para no cambiar nada. De este juego participan gobiernos de todos los matices ideológico políticos, sin excepción.
Esta visión colonial parte de una noción de la energía basada en el cálculo del coste beneficio, de la imposición como siempre de la eficiencia y ahorro del tiempo, para unos pocos, como principio – liberación para las actividades productivas y no las reproductivas (las que sostienen y dan cualidad a la vida como criar, el tiempo de ocio, el amor convival, la fiesta, entre otros), todo a costa del tiempo de la tierra. Por ello, en su mayoría, las energías “verdes”, “alternativas” se dirigen a suplir las necesidades del sector productivo industrial y no a las comunidades.[5]
La transición colonial, que hace uso de la captura corporativa de los estados y el lavado verde, aplasta la diversidad de nociones sobre la energía y sus dimensiones relacionales para centrarlo todo en la emisión de carbono, en la producción de energía eléctrica y la subestimación de las innovaciones y tecnologías populares. Hace opaca la función de sostenimiento de la vida de los ecosistemas en redes o lo que denomina “servicios ecosistémicos”, capital natural”, mitigando que la naturaleza es la gran receptora de residuos y desechos contaminantes. De la misma forma, trata de ocultar los cuidados de la naturaleza, sustituyéndoles por una visión de conservación antropocéntrica. En ello es profundamente patriarcal, centrada en las economías ortodoxas y no reconoce que son principalmente las mujeres y cuerpos feminizados quienes sostienen los vínculos de ecodependencia, recíprocos y mutuales.
La transición energética colonial conlleva a la profundización de la inequidad y la pobreza energética[6]. La distribución energética global sigue siendo desigual, no se cuestionan las relaciones con la energía (¿energía para qué, con qué, para quién?) y no se valoran otras formas de relaciones energéticas que no sean las producidas bajo el patrón de transformación energética por tecnologías modernas.
El reto de las acciones en presente
Para pensar alternativas, que incluyen las energéticas, sin ser las únicas necesarias para afrontar la profunda crisis civilizatoria en la que nos encontramos, es fundamental contemplar los elementos socioculturales implícitos a una posible transición más allá del mix energético. No se trata de la simple combinación de formatos energéticos para la ampliación de los negocios.
En Venezuela, el plantear una alternativa “ecosocialista” – como obligación frente a presiones globales, los desastres socioecológicos de los deslaves, inundaciones y otros impactos climáticos, las tendencias regionales frente a la crisis sociambiental, bajo la presión regional de países como Colombia y Brasil – ha llevado al lavado verde y la promoción de falsas soluciones: minería ecológica, camiones de recolección de desechos ecosocialistas, la demanda de fondos internacionales para la gestión de desastres en total ausencia de políticas de mitigación y adaptación climáticas, la reforestación meramente discursiva, o la promoción de movimientos ecologistas que se autocensuran frente al avance del extractivismo. Estos son sólo algunos hechos que persisten mientras se revive y atiza la añoranza de la Venezuela petrolera.
La dependencia del petróleo, el carbón, y ahora la minería, no es sólo económica, es también cultural. Esto limita la búsqueda de alternativas fuera del extractivismo. Ha marcado el sistema de producción científico, académico, amenazado el sistema de producción de conocimientos indígenas, campesinos y saberes y conocimientos no hegemónicos y ha conllevado a políticas contra la diversidad biológica. Incluso genera cadáveres tecnológicos como los parques eólicos de la Guajira y Perijá, desmantelados y abandonados, desechos frente a la dependencia de los combustibles fósiles.
Esta es una dependencia que ha limitado la diversificación de la producción al postergar y dejar fuera de toda prioridad sectores económicos como el agrícola, el turístico, – bajo perspectivas sostenibles – el cultural, y como señalábamos, relegar las actividades reproductivas a un plano culturalista, de los asuntos feminizados, no colocando los cuidados en primera línea de acción. Igualmente merma las posibilidades de participación comunitarias.
Un ejemplo reciente es el propio Proyecto de Ley de Energías Renovables en Venezuela que incluiría la utilización de hidrógeno verde como energía alternativa. Una ley regulatoria que no conceptualiza da cuenta de un nuevo modelo energético. Se trata de una propuesta de diversificación energética y ampliación en lugar de representar un plan de transición No representa un cambio real de la matriz energética, sino una supuesta reducción de la dependencia de los combustibles fósiles sin explicación procedimental. Por otra parte como muchos de los proyectos de leyes recientes, compromete la acción de denuncia y de protesta ante delitos ambientales ya que establece la Obligación de “colaboración” de las organizaciones sociales, que podrían estar oposición a los proyectos de “energías alternativas”[7]
Hay, en cada política que se inaugura, cada ley que se prefigura, una perseverancia inamovible, una fe ciega hacia el desarrollo, a pesar de los hechos que declaran su imposibilidad. El planeta ha llegado a su límite.
Una delgada línea une la vida digna al territorio vulnerado por años de dependencia extractivista. En medio de la proliferación de iniciativas de despojo y explotación, los cerros siguen defendiéndose, el agua sigue siendo un común y un derecho en demanda permanente y las alternativas se tejen en pequeño y con fuerza. La exigibilidad, la alegría de encontrarse en redes solidarias de comunidades energéticas o que se piensan la energía como derecho para la vida persiste.
Sí, ciertamente hay que recuperar la economía, pero hay que considerar que hacerlo no puede costarnos la vida. En ello el tiempo juega en contra y urgen transiciones (si es que deban llamarse así) quizás certezas, acciones en presente – para no postergar lo urgente -, modos de vida que sean parte del tejido de la vida desde y con la tierra y territorios-agua.
[1] Recomendamos la lectura de Hamza Hamouchene, 2021 https://www.entrepueblos.org/news/transicion-energetica-y-colonialismo-punto-de-vista-desde-el-norte-de-africa/ y de Larry Lohmann https://thecornerhouse.academia.edu/LarryLohmann
[3] La geopolítica de la transición energética https://www.funcas.es/articulos/la-geopolitica-de-la-transicion-energetica/
[4] Para una explicación detallada de estas dinámicas ver el texto de Lucía Fernández (2023) https://desinformemonos.org/colonialismo-energetico-entre-el-extractivismo-en-latinoamerica-y-la-transicion-energetica-en-europa/
[5] Tal es el caso por ejemplo de los parques eólicos al sur de México que no han beneficiado a las comunidades https://olca.cl/articulo/nota.php?id=109385 y que han generado resistencias y conflictos intracomunitarios y ecoterritoriales
[6] De acuerdo al Banco Mundial, casi 733 millones de personas en el mundo carecían de acceso a la electricidad en 2022 https://www.bancomundial.org/es/topic/energy/overview
[7] Artículo 8. Toda persona natural o jurídica está obligada a colaborar en la promoción de las energías alternativas conforme a los principios y fines de esta Ley