LA RÉMORA DEL PREJUICIO RACIAL EN NUESTRA AMÉRICA

Homar Garcés

Paul Baran y Paul M. Sweezy, en su obra «Capital monopolístico. Un ensayo sobre la estructura socioeconómica norteamericana», exponen que «el prejuicio racial, tal como existe en el mundo
actualmente, es casi exclusivamente una actitud de los blancos, y tuvo sus orígenes en la necesidad de los conquistadores europeos del siglo XVI en adelante de racionalizar y justificar el robo, la esclavitud y la continua explotación de sus víctimas de color en todo el mundo». Sin embargo, este dato histórico suele obviarse, dando por entendido que dicho prejuicio es algo circunstancial y limitado a un pequeño grupo de personas ignorantes e intolerantes, nunca a una concepción del mundo excluyente y supremacista como lo ha sido el eurocentrismo, trasladado al norte de América y aún vigente en Europa, no obstante el reconocimiento oficial de los derechos humanos por parte de sus respectivos gobiernos.

Ello influyó en la estructuración, sin muchas diferencias entre sí, de los Estados y de las sociedades en nuestra América, con un alto porcentaje de población excluida y explotada por una minoría oligárquica dominante. Esto ha incidido mucho en la vigencia de un sistema nominalmente democrático pero que, a la hora de manifestarse la soberanía y el protagonismo del pueblo, no vacila en desconocer y reprimir esta pretensión; lo que da cuenta de su carácter excluyente, oligárquico y racista.

En relación con esta afirmación, se le atribuye al filósofo Thomas Hobbes, autor del libro «Leviatán, o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil», establecer durante el siglo XVII lo que constituiría la piedra angular de la hegemonía ejercida por la burguesía: la civilización occidental, es decir, europea, es la máxima expresión de la evolución vivida por la humanidad a través de toda su historia, lo que les otorgaría a los europeos y a sus descendientes directos un rango superior al resto de los seres humanos; convirtiéndose ello en una verdad universal incuestionable. Esto sirvió para legitimar, por un lado, la subalternidad de los pobres en relación con los ricos y, por otro, el derecho que les pertenece a los representantes y herederos de la civilización occidental de sojuzgar a aquellos pueblos que consideren inferiores, incivilizados e incapaces de asumir el ejercicio de su soberanía. Cosa que se atribuyó a sí mismo el estamento dominante de Estados Unidos, abarcando el planeta entero.

No es cuestión casual que con la imposición del absolutismo liberal sobre el feudalismo en Europa se haya impuesto, a su vez, el individualismo sobre el interés colectivo, la prevalencia del varón sobre la mujer, la competencia sobre el apoyo mutuo, lo instrumental (o tecno-científico) por encima de lo empírico, el capital sobre el trabajo y la gracia de los anglosajones (otorgada por el Dios bíblico, importado de Oriente Medio) sobre el paganismo del resto de la humanidad. Gracias al colonialismo impuesto a sangre y fuego, estas «verdades universales» impregnaron a los demás continentes, dándose por descontado que el inicio de la historia y, por ende, de la cultura humana tuvo lugar en suelo europeo, por muchos portentos que pudieran exhibir, por ejemplo, las civilizaciones mesopotámica, egipcia, azteca, maya, inca y/o china.

Introyectada la vergüenza étnica, sobre todo, en nuestra América, los descendientes de los africanos esclavizados y de los pueblos originarios percibirán (gracias al influjo de la ideología hegemónica) que la pobreza y sus condiciones de vida son consecuencias de su «raza» y no del sistema establecido, lo que les hará buscar su inserción en el mismo, olvidando su origen. Esto, a grandes rasgos, también hizo que las minorías oligárquicas pretendieran trasladar a estos países lo hecho en Europa y Estados Unidos, en un proceso de calco y copia que incluyó el exterminio de algunos pueblos originarios, como sucediera en Argentina y Chile, por considerárseles salvajes y un obstáculo para el progreso. Ésto, al contrario de lo que pudiera anhelarse, poco ha cambiado. Lo visto y sucedido en Bolivia al perpetrarse el golpe de Estado contra el Presidente Evo Morales y la represión sistemática que sufre el pueblo mapuche a manos del Estado chileno, por citar sólo dos casos, son muestra clara de ello; lo que nos indica que el prejuicio racial es consustancial al tipo de civilización instituido hace más de seis siglos en nuestro continente.


Publicado el 25 de marzo de 2021

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