Creación, transformación, destrucción y renacimiento: aproximación a una ecología de los imaginarios del agua

Para Voces por el Agua

Imagen de portada: Garip Ay.

“El agua es un caos sensible” Novalis

“El agua es la sangre misma de la vida” Vandana Shiva

“Sumergid en el río a quien ama el agua” William Blake

Según la ciencia, el agua resulta de la unión de oxigeno e hidrógeno (dos elementos que son altamente inflamables), es un componente mayoritario y esencial de nuestro organismo, ocupa las ¾ partes de la superficie del planeta Tierra, somos nacidos del agua y antes de nacer nadamos en el líquido amniótico de nuestras madres, sólo podemos resistir unos pocos días sin beber agua, la vida se desarrolló en los océanos, el agua es vital y fuente de vida (fons vitae). No obstante, el agua es al mismo tiempo inaprensible en su estructura profunda, en constante cambio y dinamismo (Panta rhei dice Heráclito y es por ello que no nos podemos bañar dos veces en la misma agua del río, trátese del Orinoco, el Mekong, el Rhin, el Ganges o el Okavango), adopta la forma de todos los continentes sin conservar la de ninguno, es buena para todos los seres sin exigirle nada a nadie, es el origen del cielo y de la tierra, la madre de todas las cosas. Substancia mitológica y psicológica, el agua es una fuente del imaginario y los sueños pero también de rituales mágico-religiosos. De lo figurado a lo literal, de lo filosófico a lo teológico, el agua y las representaciones ligadas a ella suscitan debates y estimulan la imaginación El simbolismo del agua tiene una presencia universal plural, su lugar es central en la mayor parte de las culturas de nuestro planeta. Cuando nos referimos a la significación simbólica del agua, conviene recordar que hay cosas misteriosas y profundas en nuestra vida social e individual: la vida propiamente dicha y la muerte, el amor, el goce, el sentido de trascendencia, entre muchas otras, constituyen verdaderos arcanos. Llegados a un punto no somos capaces de aprehenderlas, analizarlas ni dar demostraciones prácticas en torno a ellas. El habla, el lenguaje, los conceptos, las teorías y las ciencias están construidos y limitados por nuestros prejuicios y visiones del mundo; eso que llamamos la realidad se sitúa siempre más allá. Entonces, cuando no podemos utilizar los conceptos y palabras con el razonamiento de nuestra mente, recurrimos a las imágenes que llamamos símbolos. Estos resultan ser, en una primera instancia, imágenes poéticas pero su relevancia va más allá de una manera creativa y elegante de hablar, conforman otras formas de alcanzar lo real, ya no por demostraciones lógicas sino por una suerte de evocación interior que esas imágenes hacen nacer en nosotros y que nos permiten, tanteando en la penumbra, tocar el misterio y vislumbrar partes de su compleja y multidiversa existencia. “La perfección es como el agua” reza el Tao Te King de Lao Tse. Dice también el fundador del taoísmo que el Tao que se puede explicar no es el Tao. Puede decirse lo mismo del agua: el agua que se encierra en una noción, un nombre e incluso en una metáfora, no es la verdadera agua. De tal manera que, así como el mapa no es el territorio pero permite comprender ciertas cosas relativas a él, sí podemos hablar del agua pero a través de aproximaciones siempre limitadas. En última instancia el agua sólo se define por sí misma.

Pero, antes de continuar discurriendo sobre este tema, cabe preguntarnos ¿En qué medida el simbolismo del agua puede interesar al ciudadano común y su relación con el agua? Pues bien, resulta que subyacentes a nuestros pensamientos llamados racionales, a nuestros actos cotidianos e incluso a eso que el discurso tecnócrático denomina nuestras formas de “gestión ambiental”, los imaginarios ocupan un lugar medular. Tomar una ducha, beber agua mineral (incluso embotellada), regar un jardín, agregar un estanque en un parque, construir un reservorio, zambullirse en el mar, pasearse por las orillas de un riachuelo…cualquiera que sea la acción, el gesto, el pensamiento que asignamos al agua, sus dimensiones simbólicas actúan sin que lo sepamos. Para darnos cuenta de ello no tenemos mas que considerar la gran cantidad de metáforas ligadas al agua que inundan nuestro lenguaje más coloquial, o también observar las escogencias publicitarias privadas o estatales que se proponen vender el agua, restringir o regular su consumo. Esto ocurre porque la dimensión imaginaria no es un componente secundario ni auxiliar del pensamiento humano, es su matriz fundamental. Ciertamente, a veces el imaginario nos conduce al error y la ilusión, pero con la mayor parte de sus funciones trata de hacernos más inteligible el mundo y el lugar de los seres humanos en la Naturaleza. Todo pensamiento, toda forma de conocimiento está orientada y sostenida por el imaginario. Creador de vínculos y sentido, provee respuestas tranquilizadoras y estabilizadoras allí donde surge lo desconocido, el imaginario nos sujeta al mundo y a la existencia tanto como lo pueden hacer nuestras funciones fisiológicas básicas. Como el imaginario actúa en la interfase entre las personas y sus ambientes, pien podemos caracterizarlo como eco-lógico en la escala antropológica. Vistas así las cosas, nos parece que, si lo actualizamos, trabajamos y valoramos, puede ofrecernos un enorme potencial y una alta eficacia para cualquier proyecto de formación ambiental, para propósitos de activismo ecológico. Un trabajo de esta naturaleza podría contribuir a colmar la brecha que ha separado las percepciones sociales y modos de vida hegemónicos, de los ritmos, tendencias y configuraciones del mundo natural.

Lo propio del simbolismo del agua, su cualidad esencial, es la de preceder o suceder a toda forma: es el arquetipo de lo informe a partir del cual toda forma puede advenir. En este sentido el agua remite al germen y a la fecundación, está en el origen del mundo y de los seres que lo habitan, simultáneamente fertiliza la tierra, la vegetación y toda forma de vida que se despliega a partir de ellas. El agua es un alimento y como alimento símbolo de vida y afecto, pero es el único alimento que no tiene forma, olor, sabor ni gusto; el agua sin gas se anima con burbujas, frutas, vino (no olvidemos que en las Bodas de Caná Jesús transmutó el agua para obtener esta bebida alcohólica), con el fin de convertirse en placer. El agua del grifo, el alimento más controlado en las ciudades, vehicula con dificultad alguna imagen y puede a veces ser objeto de sospechas por su “no identidad. El agua es terapéutica, cura y prolonga la vida: así hay fuentes de juventud, bebidas con virtudes medicinales, baños revitalizantes, son remedios liberadores de stress y rigideces como en el caso de los baños públicos japoneses (sentos) donde los bañistas encuentran una “relación desnuda”, sincera, alejada de las convenciones…sea que la bebamos o sumerjamos nuestro cuerpo en ella, el agua nos pone en forma. Más allá de la salud corporal, el agua clara y transparente acoge todas las imágenes relativas a la salud del espíritu: deviene en fuente de purificación en gran cantidad de prácticas cuasi-universales de abluciones lustrales, aspersiones o inmersiones. El agua también es diluvial para numerosas culturas (sumeria, babilónica, china, hebrea, griega, mousaye, hopi, maya, inca, guaraní, caribe, por nombrar algunas pocas), es por medio del diluvio que la humanidad se purifica, es un retorno a lo informe, por la absorción total de las aguas. Este simbolismo de la conformación es como un basamento para el imaginario del agua cotidianamente transportada de diferentes maneras, trátese de su capacidad de casarse con todas las figuras que la contienen como de sus transformaciones permanentes en diferentes estados (gaseoso, líquido, sólido). Si lugar a dudas el agua es un acompañante fecundo de procesos de formación y transformación.

En oriente y occidente, junto con el fuego, el aire y la tierra (y en algunos casos el éter), el agua es uno de los elementos clásicos constitutivos de la Naturaleza. El líquido en cuestión es a veces claro, de manantial, corriente, otras estancado, también fresco, en ciertos casos es dulce y en otros salado y refrescante, en ocasiones llega a ser profundo y tormentoso. Bajo sus diversos aspectos, el agua es una puerta que se abre hacia la fantasía y la imaginación. En cierta manera permite visitar el inconsciente. Monstruos, demonios, hidras, ninfas, sirenas, tritones, náyades, ondinas, duendes, encantos, todos ellos pueblan el paisaje del viajero acuático, siempre en la frontera nebulosa del mundo que tenemos por real y la mente racional. El agua es también el primer espejo del ser humano que piensa, es la guía hacia la conciencia de sí y la razón. Generaciones enteras han estado marcadas por la idea de la vida como algo que fluye a la manera del curso de un río. En los sueños, en los mitos y los cuentos, el agua es, al igual que el bosque y la tierra, el mayor símbolo del inconsciente.

El agua absorbe al hombre y la mujer, al principio masculino y al principio femenino en un todo. En los sueños el agua es a menudo representativa del anima (nombre dado por la psicología jungniana a la imagen arquetípica de lo eterno femenino en el inconsciente de un hombre). Las aguas reposadas se asocian en ciertos lugares y culturas a la luna, astro típicamente femenino. En Mesopotamia, Nammu, la gran diosa madre de los sumerios, era identificada con el abismo acuoso del origen, posteriormente también referida como Tiamat (literalmente “madre de la vida”). Las más antiguas cosmogonías menfitas del antiguo Egipto parten de un substrato acuoso del que emerge una divinidad demiúrgica, Ptah-Atum, que a su vez generará la Enéada de dioses egipcios. Los celtas adoraban por encima de las otras deidades a Deva, diosa del agua, porque de ella derivaba la vida, el amor, la purificación y la salud. Para los galo-romanos, Sequana era una diosa que personificaba al río Sena. En Venezuela María Lionza es una deidad protectora de las aguas, los bosques y las cosechas, se la conoce también como la “Diosa de los Ojos de Agua”. En la confluencia del territorio natural americano con el territorio mítico, Cueráperi, Atabey, Ochun, Yemanyá, Amaru y Mamacocha, reverberan con connotaciones acuáticas en altares y panteones

“El agua absorbe al hombre y la mujer, al principio masculino y al principio femenino en un todo. En los sueños el agua es a menudo representativa del anima (nombre dado por la psicología jungniana a la imagen arquetípica de lo eterno femenino en el inconsciente de un hombre). Las aguas reposadas se asocian en ciertos lugares y culturas a la luna, astro típicamente femenino”

Aunque el agua, como en el caso del mar, suele ser símbolo femenino, fértil medio de perpetuos nacimientos y renacimientos (no es casual el homónimo francés mer-mére/madre-mar), en muchas tradiciones mitológicas y literarias es también símbolo masculino. Padre mar, ya sabemos cómo te llamas dice Pablo Neruda en una de sus odas; Andrés Eloy Blanco habla de un Dios del agua, Señor de la Casa de Cristal. El agua es alegoría de la simiente masculina que transforma y transmuta. Así por ejemplo, el agua representa el esperma de los dragones chinos y malayos, es símbolo de la fertilidad y del poder del emperador. En el panteón náhuatl de México, el simbolismo del agua es dual: allí se presenta Tlaloc, dios de la lluvia vinculado a las pasiones y la vitalidad, emparentado con Chalchiliutlicúe, deidad femenina de las aguas horizontales, que asciende a los cielos donde es fecundada por el Sol para luego bajar y fertilizar la Tierra. Apsú, principio primordial masculino del agua dulce de los acuíferos subterráneos en la interpretación cosmogónica de las mitologías sumeria y acadia; Vishnu, deidad del hinduismo que todo lo permea, también conocido como Narayan (“aquel que vive en el agua”); Poseidón en el mar de la Grecia antigua; Gong Gong, asociado a las inundaciones en la China; Icanti, dios de las aguas en la cosmovisión de los cafres africanos; Yakuruna, viajante del río Amazonas invocado por los chamanes para hacer el bien o el mal; Yuku entre los yakis, Chaac en la cultura maya, los cuat (dioses-culebras) de las lagunas andinas venezolanas y los arcoiris, los Ngen-ko, espíritus dueños del agua convocados por los mapuches, todos conforman con muchos otros una estirpe masculina simbólica de humedades.

Hay simbolismos que refieren a nuestras interacciones con el agua: el agua que brota, el agua de las profundidades y el agua corriente. En el primer caso surge de la tierra (fuentes, manantiales, géiseres), es un líquido que acompaña los deseos y esfuerzos de crecimiento, de elevación; es el imaginario diurno heroico que nos ayuda a mantenernos de pié frente a todo. A la inversa de este movimiento de desarrollo verticalizante, el agua nos arrastra en una dinámica envolvente e interiorizante: es nuestro imaginario nocturno místico que organiza nuestro encuentro corporal y mental con el medio acuático que nos centra en el seno maternal, en la interioridad, dejando en el olvido las diferencias y las fronteras con el exterior. En la tercera circunstancia el agua es una forma de reencuentro con el ambiente, el agua de síntesis, complementaridades y sucesiones en el tiempo; aquí el elemento vital se hace cíclico y corriente, nos habla, nos remite a imágenes temporales y combinatorias, va de la fuente al mar, a veces es subterránea otras es saltarina, de agua clara pasa a ser turbia, de calma a violenta, en algunos momentos es continente y en otras contenido.

El agua es un líquido que identifica a la Tierra, el planeta azul (aunque estudios y exploraciones espaciales recientes han comprobado que se encuentra también en otros lugares de nuestro sistema solar). Es un bien común y el acceso a ella es reconocido hoy en día como un derecho humano fundamental. El agua es también un componente social, magma de significaciones compartidas.

Como lo muestra el ejemplo del mundo musulmán en el que el agua tiene un lugar preponderante, sus connotaciones pueden ser positivas o negativas. Ya hemos comentado que este elemento evoca al origen de la vida, la regeneración corporal, y la fertilidad; A esta serie podemos agregar la sabiduría, la gracia, la virtud, la comprehensión, la cohesión y el aliento. Bajo su aspecto negativo, el agua implica catástrofe, hace zozobrar, ahoga, arrastra, aniquila, destruye y desintegra. Los hechos y fenómenos que nuclean estos últimos significados son consecuencia en nuestros días de la ignorancia ambiental que se conecta con la acción francamente criminal, la ausencia de sentido de pertenencia e interdependencia, el dogmatismo economicista, el fundamentalismo tecnológico, la arbitrariedad autoritaria, la ceguera burocrática y la voracidad mercantil transnacional. Los megahuracanes, las tormentas monstruo, las vaguadas que causan deslaves masivos, las grandes inundaciones y el derretimiento de los glaciares asociados al cambio climático, están allí para recordarnos los efectos del diluvio.

En el contexto civilizatorio dominante los imaginarios sociales expresan una tensión entre el deseo de un agua pura y el miedo a un agua contaminada, entre la conciencia de los placeres del agua y el desconocimiento de las necesidades del agua, entre la demanda creciente y la aceleración exponencial del despilfarro. Nos toca reaprender a escuchar la buena conversación del arroyo y, sin duda, escuchar también los alertas de los pueblos indígenas y campesinos que son guardianes del agua, de los científicos tolerantes y comprometidos, y de los ecologistas consecuentes. Debemos esforzarnos por combinar la escucha sensible del agua, el diálogo de saberes sobre su naturaleza y propiedades, y la intermediación del vínculo simbólico con ella, como contribución a la construcción de nuevas y fecundas maneras de estar en el mundo. El agua ecoformadora quizás sabrá cómo transformar nuestros gestos de uso en gestos de sapiencia y moderación. A falta de una barca, abordar el agua vía sus simbolismos psíquicos, filosóficos o espirituales, sus variantes semánticas, sus celebraciones, narrativas mitopoéticas y rituales, hace posible respetarla, amarla, hacerle ocupar el espacio infinito que es el suyo, lejos de los dogmas y los reduccionismos.


Publicado el 8 de diciembre de 2018

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